CUADERNOS Y LUMINARIAS de Miguel Ángel Curiel



Miguel Ángel Curiel, en sus; Cuadernos y Luminarias, 2009-2021, dice que no sabe por qué escribe y que tampoco quiere saberlo. El poeta suelta pedazos de sol o de noche por la boca y no sabe por qué, los mastica, calla más por lo que no sabe que por lo que sabe. Lo primero que leí de él fueron sus Luminarias y luego fui ampliando mis lecturas hasta Eulalia yÖkologie, que se publicará dentro de unos meses. Pronto me vino a la mente una figura de mi infancia rural: la del rebuscador de maíz o de aceitunas. ¿Qué hacían esos rebuscadores? Espigar y recoger aquello que había quedado en los campos después de alzada la cosecha. «Mañana, muy temprano, tus tíos van a rebuscar maíz», escuchaba yo siendo niño, asombrado porque no sabía de qué me estaban hablando los adultos. Entre esa tarea, amparada por el derecho romano (laius usus inocui),y la poesía de Curiel me parece que existe una íntima correspondencia: el que rebusca es capaz de encontrar frutos en donde otros han estado antes, encuentra en un lugar donde lo lógico sería que ya no quedara nada. De eso trata uno de los mejores documentales de Agnès Varda, Les glaneurs et la glaneuse (2000).

Miguel Ángel Curiel (Fotografía extraída de Zenda)
Miguel Ángel Curiel (Fotografía extraída de Zenda)

No hablo de un arte del objeto encontrado ni del desecho como en los dadaístas, sino de saber ver donde todo parece que se ha calcinado. Y eso es lo que hace Curiel, que escribe como un presocrático, exprimiendo cinco elementos primordiales (tierra, agua, fuego, aire y cielo), pero sin olvidar el vacío que los contiene a todos. Pronto el lector se da cuenta de que conoce el pensamiento oriental. Como la hierba, será entonces el poema: crece, se consume y vuelve a crecer. El poema hace de sí mismo tierra quemada; lugar para el rebusco y el rastrojeo, sitio para sus propias contaminaciones e injertos.

Aprecio especialmente sus vagabundeos, sus derivas por caminos que va abriendo al mismo tiempo que los nombra. No solo caminos en la nieve hasta caer muerto, como Robert Walser, sino también entre esparragueras y malezas, allí donde la carne se enreda para volver a empezar una travesía sin principio ni fin. Y es ahí donde el poema —toda la obra de Curiel es un diálogo con la propia obra— va construyendo sus propios caños: se hiere las manos, arranca, limpia, entierra y exhuma un dolor, se desarbola y nos desarbola en esa búsqueda. Digo que me agradan esos vagabundeos suyos porque los entiendo a la luz de lo que Alain Badiou ha llamado acontecimiento: no se insertan en un orden existente, alumbran lo imprevisible, brota una verdad hasta entonces no considerada. Curiel es un poeta que necesita comerse las cosas, incorporarlas para saber cómo son: «Cada noche se estruja uno de mis ojos, me lo como». Solo ve a contraluz y en ese entrever hace resonar las huellas del mundo, crea su presente.

Hay un poema incluido en Trabajos de ser solo hierba que he leído muchas veces. Es aquel en el que dice que las palabras pueden entrar en la muerte y en el sol, pero que en ellas no entra nada. Eso dice. Y así declara la suficiencia de las palabras frente al mundo (la realidad como efecto del significante). En otro poema en prosa de ese libro, leo esta especie de plegaria: «Señor de lo vacío, de los cardos y del lugar abandonado por las aguas, dame lo seco, lo eternamente seco, dame lo quemado por la luz y extráñame». Ansia del yermo, del desierto, tierra baldía, waste land, silencio como condición de posibilidad para el poema, que lo lleva en sus huesos, lo muele con sus huesos, en lo estrecho, en donde ya nada cabe. No hace falta señalar qué tradición está convocando cuando escribe esas líneas. Baste recordar unos versos inequívocos: «Para venir a lo que no posees,/ has de ir por donde no posees» (San Juan de la Cruz, «Versillos del Monte de Perfección»). 
 
José Antonio Llera

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