NOVEDAD EDITORIAL: "El tiempo real" de Jesús Montoya, Boria Ediciones.

La proliferación de pantallas y circuitos ha dado lugar a una fascinante aceleración de la experiencia dentro de un tiempo que es hoy más que nunca un tiempo sin historia; un tiempo que fagocita la vida y donde los individuos no somos capaces de leernos a nosotros mismos, como un espejo donde nuestra imagen da la imagen de otra imagen hasta el infinito. El presente se compone de velocidades diversas, y la velocidad de la tecnología o el tiempo hiperacelerado de las redes y los medios se solapan con el tiempo del cuerpo que somos, de las relaciones que mantenemos, de los recuerdos y de los sueños —propios y prestados— que con frecuencia no pudimos cumplir. La obsolescencia que deviene parte de la experiencia del ser humano en nuestro día a día, el anacronismo al que nos arrastra la aceleración del tiempo, la extrañeza de la propia identidad, la otredad que habita en el yo, y que a menudo nos avergüenza o nos aterra, la tecnología como extensión del cuerpo, de la memoria y del trabajo, el duelo y el fracaso en una sociedad que solo premia el éxito y la convivencia de la impostura intelectual con la cultura de masas se dan cita en los cuentos de El tiempo real donde, con ironía y ciertas dosis de autoficción, Jesús Montoya lleva a cabo una arqueología personal de nuestro presente.

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Un relato de "El tiempo real"


PRAXINOSCOPIOS
 
Oh, lluvia, amiga fiel, lleva estos versos 
contigo, donde vayas, 
da igual: ella los sabe 
desde la eternidad. Sigue mojando
su pelo adolescente.
 
Vicente Sabido

 
    Ahora no tenemos tiempo de escribir. O es el tiempo el que no habita dentro de nuestros huesos. No manejamos palabras que venzan su distancia, solo un frío del aire en las yemas de los dedos que nos parece como tocar un fantasma.
    Dentro de nosotros no hay metáforas. Solo imágenes. Cada noche, cuando cerramos los párpados, un bucle nos aguarda.
    De pronto estamos lejos, lejos, al fondo de un pasillo. El pasillo de un piso alquilado en Camino de Ronda,115. Allí, frente a una Telefunken Pal Color encendida –cae la tarde– sin mando a distancia. Unas cortinas verdes y es invierno por las alfombras.
    En el salón vemos la vieja mesa art decó en la que escribimos ahora, pero estas teclas no están, ni esta pantalla. La vida es una inercia plagada de fantasmas. Y las interrupciones son palabras.
    Nuestro esfuerzo, vano, se pierde en la traducción.
    Estufa. Madre. Leche con bizcochos. Granada.
    Metonimias de un mundo que se fue.
    Y es que no podemos hacer otra cosa que palabras.
    No podemos.
    Las palabras caen allí, en la lejanía real de esas imágenes que no hablan su idioma. No son nuestras las palabras, son de ahora, que apenas tenemos tiempo de escribir. Y esas palabras nos miran, del otro lado del cristal líquido, golpeando el teclado, alucinados, sobre esta mesa que llegó, como un barco hecho de pasado, en el camión renqueante de la empresa de mudanzas.
    Ninguno lo sabíamos, pero estamos allí, fijos e inmóviles, no en las palabras que manejamos. Dan algo por la tele. A salvo (quizás falten aquí dos signos de interrogación), en un salón lleno de libros que son imagen de otros libros. Al fondo del pasillo está la puerta; detrás, está el rellano, y el vecino, al otro lado, tiene una galería con macetas y un canario enjaulado.
    Experimentamos, por último, con el obturador. Nuestro esfuerzo, vano. Las imágenes de hoy se proyectan allí como en un praxinoscopio. Lo más que conseguimos es abrir agujeros en el aire frío del fantasma.
    El praxinoscopio lo inventó Reynaud en 1 877. Fue el precedente del cine. De la doble exposición fotográfica. Quizás él ya sabía que viviríamos en un praxinoscopio. La pregunta es cómo hacer para vivir entre el allí y el ahora.
    Giramos estáticos, miramos sin ver y somos vistos sin ser mirados en un círculo imposible.
    Otro tiempo se proyecta sobre nosotros. Ni aquí ni entonces, ni espacio ni tiempo, mudos como paisajes, fósiles desenterrados a una utopía descascarada.
    Reynaud no sospechó nunca lo que íbamos a echar en falta tocar a los fantasmas.
 
 


El Autor:
 
Jesús Montoya Juárez es Profesor Titular de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de Murcia. Ha sido investigador visitante en Duke University, Universidad Paul Valéry de Montpellier, Universidad de Buenos Aires y La Sorbona, y profesor de Lengua Castellana y Literatura en Secundaria y Bachillerato. Cuentos y microrrelatos del autor han aparecido en revistas literarias, como Por leer (México DF), Letra Clara (Granada) o El Coloquio de los perros (Cartagena); en antologías, como De mes en cuando (Granada: Ed. Puravida, 2009), y en fanzines literarios (Manifiesto Azul). Ha publicado, entre otros, los ensayos Narrativas del simulacro (2013) y Mario Levrero para armar (2013).




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