Verdea el libro como el rostro de una concupiscencia para abrir colinas donde respiran duermevelas a lo largo de sus páginas con un ofertorio a la carta de todas las posibilidades que caben en una vida.
El libro es unigénito pero sus lenguas tan musicales -española y portuguesa- nos hacen pensar equivocaciones como que estamos en dos casas, en dos poetas tan iguales a sí mismas que parecen una sola y resulta que lo es: Montserrat Villar multiplicada por la garganta de una frontera que une sin sediciones. Qué rico si además está el adobo de la humanidad abandonando catacumbas íntimas para enseñarse en los suburbios de las calles, que la poesía no protesta reclamando el griterío de las avenidas.
Un libro bilingüe es una tentación para que una de esas dos lenguas se envicie en la antropofagia de la otra. Pero aquí esto es solamente una levedad que no llega a susto, porque poema a poema los ojos del lector no necesitan viajar para saber que están bebiendo la misma agua de azúcar o sal.
Empieza Montserrat Villar descerrajando prudencias con un aviso de que esto va de lo que pasa más allá de los tapujos sagrados y antiguos que durante tanto tiempo reptaron por dentro la apacibilidad de las gentes sin júbilo. Y ya sabemos que estamos ante una poesía que, cuajadita a veces de un baño guapo de atisbos surrealistas, lleva encendida la candela de algo parecido a la crónica arterial y única. Y esto ya merece las perras que cuesta el libro, porque atiborrados de poetas que sólo se escriben, nos seduce el encontronazo con alguien que además también escribe sus alrededores, saliendo de sí misma.
Sospecho una rebelión mientras avanzo por la lectura. Y es que a nadie, ni a los más místicos (que no es el caso) le sientan bien la finitud y la fugacidad. Y desde esa gravidez literaria, la poeta avanza hacia el ser humano que es, llena de preguntas, palabras, sueños, visiones exactas, miedos. Y la suicida muere por una sobredosis de ternura.
La respuesta está en el sudor de un tú. Un tú que existe -mineral y huésped- pero que también es el alter ego que tantos necesitamos para saber que existimos en la pupila del otro y no somos hijos de una cautividad autónoma, quizás bestias nobles y sedientas de ser.
Y desde este ejercicio de gestación, Montserrat Villar se adentra en un territorio aparentemente existencialista, por culpa del lujoso ejercicio del lenguaje, que si se escucha con buen oído se ve una desnudez tan lúcida que no lleva a la capitulación sino a la puerta de salida (“propongo olvidar que hemos vivido”) hacia una conciencia social donde habite el hermano.
Esto se paga, porque vivir es mancharse las manos con la vida de los otros, los que tienen la vida más chica, los últimos de la clase, los primeros en el hambre. Quizás esto se entienda muy bien en el poema más fácil de todo el libro (desde el punto de vista de la arquitectura formal) donde la poeta repite mucho esa palabra -fácil- con lo difícil que es para muchos abandonar la facilidad de vivir de espaldas y con desgana.
Quizás el libro sea una suma, un picoteo, pero no tiene el desprecio de las antologías de conveniencia como todos los matrimonios reales, sino que sigue el sentido ideal desde una mirada, un yo, un tú, y un nosotros que se convierte ya en atalaya. Y concuerdan muy bien los poemas limpios de metáforas con aquellos en los que la poeta ha decidido arriesgarse en la expresión literaria, quién sabe si para darse un gustazo que le está pidiendo su talento tirando los tejos a su inquietud por expandirse.
Y llega un momento del libro donde la plenitud es el motivo. Nada sobra, porque la buena poesía -como el amor- no es excluyente nunca. Pero cuando Montserrat Villar aparece como una mujer capaz de limpiar toda la arena de la boca de los vivos, como una amante entregada a la tarea de traducir el misterio del vapor de la sangre, es en la mitad del libro, en un poema (“De sal y esperas”) fúlgido y hermoso.
Hasta entonces, en ese momento en que uno pone las sandalias en la página 60, amorosamente, fraternalmente, ve tantos espejos de las granadas reventadas por el peso de las caídas, tantas fuentes largamente besadas por el fuego que pasa, la lengua que se parece mucho a la heredad de uno que entrega su corazón y su mirada al mejor postor y no sabe qué poema es el que más y mejor huele.
Pero en este mismo instante en que se levanta el poema como el caudal de un río que no esperas, aparece la cima desde una construcción líquida donde las lindes de las maneras poéticas importan nada. Toda la pasión de los insomnios se acumula mientras se alejan las borrascas, los amagos, las interpretaciones, los instantes.
Es el momento en que Montserrat Villar se enseña como una impagable Lady Godiva que va desparramando su magia cómplice en cada sílaba que le mana como le brota una ventana abierta al tiempo de las lejanas cercanías. “Tengo el presente/ Ya no importa” son los versos que cierran la desarmonía que armoniza su mundo respirando muchas almas, todas las almas. Y ahí está toda la antigua verdad exterminada por el tiempo nuevo que empieza desde un olvido.
Lo que viene después es piel, piedra y poesía.
Y la palabra que fecunda un poema sin medida, como una bellísima nube gruesa de viento, que luego se adelgaza de nuevo llevándole la contraria a los deltas, todo, absolutamente todo, está escrito para atardecer sin ortigas.
Montserrat Villar ha estrellado los ojos en algarabías y silencios, en besos y vacíos, en el agua que siempre se desvanece. Pero ha tenido tiempo de atrapar o tantear horizontes y muros, granizos y lumbres. Y se ha parado a ver la vida que pasa y convertirla en el gesto eternal que ahora mismo tengo en las manos. Lo ha hecho con la seguridad de la química que nos habla desde el papel que un día fue chopo, quizás. Este no es un viaje submarino, sino un paseo al aire de todas las plazas de quien sabe de verdad explicar los paisajes.
(Cuando cierro el libro, duda la tarde entre quedarse o irse. Son inútiles las certezas. Y yo dejo de ser recóndito para salir a la calle y pedir que se cumplan todos y cada uno de los poemas que acabo de leer).
El libro es unigénito pero sus lenguas tan musicales -española y portuguesa- nos hacen pensar equivocaciones como que estamos en dos casas, en dos poetas tan iguales a sí mismas que parecen una sola y resulta que lo es: Montserrat Villar multiplicada por la garganta de una frontera que une sin sediciones. Qué rico si además está el adobo de la humanidad abandonando catacumbas íntimas para enseñarse en los suburbios de las calles, que la poesía no protesta reclamando el griterío de las avenidas.
Un libro bilingüe es una tentación para que una de esas dos lenguas se envicie en la antropofagia de la otra. Pero aquí esto es solamente una levedad que no llega a susto, porque poema a poema los ojos del lector no necesitan viajar para saber que están bebiendo la misma agua de azúcar o sal.
Empieza Montserrat Villar descerrajando prudencias con un aviso de que esto va de lo que pasa más allá de los tapujos sagrados y antiguos que durante tanto tiempo reptaron por dentro la apacibilidad de las gentes sin júbilo. Y ya sabemos que estamos ante una poesía que, cuajadita a veces de un baño guapo de atisbos surrealistas, lleva encendida la candela de algo parecido a la crónica arterial y única. Y esto ya merece las perras que cuesta el libro, porque atiborrados de poetas que sólo se escriben, nos seduce el encontronazo con alguien que además también escribe sus alrededores, saliendo de sí misma.
Sospecho una rebelión mientras avanzo por la lectura. Y es que a nadie, ni a los más místicos (que no es el caso) le sientan bien la finitud y la fugacidad. Y desde esa gravidez literaria, la poeta avanza hacia el ser humano que es, llena de preguntas, palabras, sueños, visiones exactas, miedos. Y la suicida muere por una sobredosis de ternura.
La respuesta está en el sudor de un tú. Un tú que existe -mineral y huésped- pero que también es el alter ego que tantos necesitamos para saber que existimos en la pupila del otro y no somos hijos de una cautividad autónoma, quizás bestias nobles y sedientas de ser.
Y desde este ejercicio de gestación, Montserrat Villar se adentra en un territorio aparentemente existencialista, por culpa del lujoso ejercicio del lenguaje, que si se escucha con buen oído se ve una desnudez tan lúcida que no lleva a la capitulación sino a la puerta de salida (“propongo olvidar que hemos vivido”) hacia una conciencia social donde habite el hermano.
Esto se paga, porque vivir es mancharse las manos con la vida de los otros, los que tienen la vida más chica, los últimos de la clase, los primeros en el hambre. Quizás esto se entienda muy bien en el poema más fácil de todo el libro (desde el punto de vista de la arquitectura formal) donde la poeta repite mucho esa palabra -fácil- con lo difícil que es para muchos abandonar la facilidad de vivir de espaldas y con desgana.
Quizás el libro sea una suma, un picoteo, pero no tiene el desprecio de las antologías de conveniencia como todos los matrimonios reales, sino que sigue el sentido ideal desde una mirada, un yo, un tú, y un nosotros que se convierte ya en atalaya. Y concuerdan muy bien los poemas limpios de metáforas con aquellos en los que la poeta ha decidido arriesgarse en la expresión literaria, quién sabe si para darse un gustazo que le está pidiendo su talento tirando los tejos a su inquietud por expandirse.
Y llega un momento del libro donde la plenitud es el motivo. Nada sobra, porque la buena poesía -como el amor- no es excluyente nunca. Pero cuando Montserrat Villar aparece como una mujer capaz de limpiar toda la arena de la boca de los vivos, como una amante entregada a la tarea de traducir el misterio del vapor de la sangre, es en la mitad del libro, en un poema (“De sal y esperas”) fúlgido y hermoso.
Hasta entonces, en ese momento en que uno pone las sandalias en la página 60, amorosamente, fraternalmente, ve tantos espejos de las granadas reventadas por el peso de las caídas, tantas fuentes largamente besadas por el fuego que pasa, la lengua que se parece mucho a la heredad de uno que entrega su corazón y su mirada al mejor postor y no sabe qué poema es el que más y mejor huele.
Pero en este mismo instante en que se levanta el poema como el caudal de un río que no esperas, aparece la cima desde una construcción líquida donde las lindes de las maneras poéticas importan nada. Toda la pasión de los insomnios se acumula mientras se alejan las borrascas, los amagos, las interpretaciones, los instantes.
Es el momento en que Montserrat Villar se enseña como una impagable Lady Godiva que va desparramando su magia cómplice en cada sílaba que le mana como le brota una ventana abierta al tiempo de las lejanas cercanías. “Tengo el presente/ Ya no importa” son los versos que cierran la desarmonía que armoniza su mundo respirando muchas almas, todas las almas. Y ahí está toda la antigua verdad exterminada por el tiempo nuevo que empieza desde un olvido.
Lo que viene después es piel, piedra y poesía.
Y la palabra que fecunda un poema sin medida, como una bellísima nube gruesa de viento, que luego se adelgaza de nuevo llevándole la contraria a los deltas, todo, absolutamente todo, está escrito para atardecer sin ortigas.
Montserrat Villar ha estrellado los ojos en algarabías y silencios, en besos y vacíos, en el agua que siempre se desvanece. Pero ha tenido tiempo de atrapar o tantear horizontes y muros, granizos y lumbres. Y se ha parado a ver la vida que pasa y convertirla en el gesto eternal que ahora mismo tengo en las manos. Lo ha hecho con la seguridad de la química que nos habla desde el papel que un día fue chopo, quizás. Este no es un viaje submarino, sino un paseo al aire de todas las plazas de quien sabe de verdad explicar los paisajes.
(Cuando cierro el libro, duda la tarde entre quedarse o irse. Son inútiles las certezas. Y yo dejo de ser recóndito para salir a la calle y pedir que se cumplan todos y cada uno de los poemas que acabo de leer).
Valentín Martín
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