¿En un capítulo de ternura clandestina puedes tú tocar el grito?
Aterrizar sobre silencios permitidos a este lado del mar, a fruncir el césped, a limar el legado de la noche abultada y chorreante sobre un tiempo abultado y repleto de fluidos, antes de que todo acabe, antes de que no seas más…, con el dolor de la tragedia saliéndote del cuerpo con el que inventas la luz: el mejor accidente de cuantos podamos imaginar: un libro que como prisma inmejorable la descompone en todos sus matices disminuyendo su velocidad, desviando su trayectoria y formando ángulos adecuados según la interfase que personifica cada lector, es siempre un escándalo prematuro para seres incapaces de asumir, de paso, el zumo de la herida y algunas pesadillas de esparto por trenzar. Un poema no suele decir la verdad de nadie; un verdadero poema suele contener todas las conformidades que todos y cada uno de sus lectores forman en la mente; por eso invito a quienes sueñan con el éxtasis de contemplar la belleza y disfrutar lo sublime, para que En un capítulo de ternura clandestina puedan tocar el grito y vivan, el sueño de los verbos fortalecidos, de la manera singular que cada uno pueda; yo acá plasmo el mío concibiendo las palabras de Marian Raméntol Serratosa en la andorga subrogada de mi mente.
En el centro de todas mis cenizas
la muerte se sienta a cenar
infectada de crepúsculos y mece mi cobardía:
nada es suficiente y todo es excesivo.
Sin otros ojos que los de la muerte
otea las cacerías de léxicos asustados, los sigue
más allá de la latitud del miedo.
No acabo de entender la mirada de esta tarde,
inerte sobre julio, lacia, húmeda
o cualquier otra nadería;
déjame flotando por la huida una vez más…
en un capítulo de ternura clandestina
la noche volverá a ser amable en su hemorragia.
Otro perro entre un montón de perros
se me cuela en las entrañas,
vomita la sombra adoptada por mis venas y
esa boca tan delgada que aún sujeta tu sonrisa
repta por este cielo amarrado al sol.
Bajo el frío de la tierra
o cualquier otro rincón, provincia, o país
se gestan los nacimientos que sangran los desagües;
con la leche de iceberg y los besos de cianuro
abolidos por el tiempo que te hizo verdad ilesa,
no habrá acordes bastantes para ser de carne…
si no fuera por el chamanismo de tus ojos,
al otro lado de la noche,
dejando la voz satisfecha en el silencio
o en la saliva del cerebro
sobre un paisaje hervido sobre una tarde inédita.
Soy el aprendiz de poeta Omar Crosa. “Nacido en un lugar de Colombia de cuyo nombre no quiero acordarme” (del que fui desplazado –en brazos de mi madre y con escasos meses de nacido–, por hechos de intolerancia y violencia), en una fecha que “numerológicamente” me vincula, de manera inevitable, con “La Marca de la Bestia” –aunque no sé si reír o llorar por ello, puesto que según Ap. 13:18: “Aquí hay sabiduría: El que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y seis” –.
Catecúmeno criado, en Jericó, Antioquia, y pervertido en sus institutos; exiliado voluntario en Medellín persiguiendo otros horizontes, hoy mi lugar de residencia –tal vez definitiva–; dos hijos como mis más refinados poemas; de profesión: “ninguna culminada” –cuatro comenzadas– y que, con el desempleo en el mundo, tampoco he echado en falta. Servidor asalariado en diferentes tareas y escritor frustrado que para curarse el virus de la amargura, inoculado por el “buen trato” de algún instructor que a puntapiés quiso aliviar mi “enfermedad por los diccionarios”, derivó en autodidacta practicante del ejercicio lírico.
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