SU ÚLTIMO VIAJE, por Valentín Martín


Es la hora de estudio. El silencio ha dicho su última palabra y cientos de muchachos embuten sus caras en los libros, los mapas, los lapiceros, los ensimismamientos. Lo hacen con disciplina y costumbre. Y sin ningún entusiasmo. Van desde los 11 a los 18 años y están lejos de todo. A esos años tienen prohibido el mundo. Pero la mesa que acoge su mirada ante el vigilante es lo único que tienen, aunque algunos logren evadirse a través de los libros de geografía que hablan mucho de España y de Hispanoamérica, y parar en sus pueblos con los carros al sol, o en el foro romano donde la rosa rosae y el amor antiguos sembraron calañas para los mañanas. Son los menos. La mayoría sabe que su futuro depende de esos momentos en que está prohibido el despilfarro, porque se exponen a perder la beca y tener que volver a casa en compañía de la derrota. No existe septiembre para una segunda oportunidad.

Después vendrán las clases, donde cada día se enciende una lamparita nueva. Sumadas todas las lamparitas, algún día llegará el sol. También para ellos la sierra no tiene puertas. A 55 kilómetros está la libertad. Ya se han ido a sus casas y a sus pueblos linderos las muchachas de la limpieza. Han fregado pasillos, han limpiado ventanas, han entrado en todas las intimidades de grandes y pequeños. Alguna tiene tanta lujuria secreta bajo la bata azul que empecina aún más la imaginación de los estudiantes. Y a veces hay suerte: una de ellas, al otro lado de la ventana, se empina sobre sus pies para llegar a prender las pinzas de la ropa que está tendiendo en el campo de fútbol de los pequeños. Y entonces un vientecillo amigo, como nacido para la buena voluntad, levanta levemente la bata y asoman las piernas por encima de las rodillas. Con esta hermosa emboscada a ellos, a los mirones que empiezan a dejar atrás infancias, les parece que llega el verano. Luego ella termina y se va. Y vuelve la rutina.

Al fondo de la clase, sentado detrás de una columna y frente a la guerra de las Galias, un seminarista se masturba mirando un diccionario de latín donde vienen dibujos de mujeres con túnicas romanas.

(Fundido en negro)

Hay cinco campos de fútbol. Todos de tierra y empinados, es la sierra con sus claros entre los robles, castaños y helechos. El campo de fútbol de los pequeños ni siquiera tiene porterías. Los muchachos han de adivinar cuándo es gol y cuando el balón ha ido alto o fuera. Siempre están de acuerdo, nunca discuten porque al fin y al cabo saben que todos están perdiendo el partido. El campo de fútbol de los grandes está junto a una carretera por la que no pasa ningún coche. Los cinco campos de fútbol no sirven para casi nada en un territorio donde el invierno dura cinco meses o más. Cuando suena Mozart en los altavoces y empieza el día, los muchachos se asoman a las ventanas. Si en lo alto del picacho hay un dosel de niebla, mala cosa. La humedad descenderá ladera abajo, ignorando fuentes, acariciando fresas, desalentando criaturas. Los campos de fútbol se convierten en lodo. Nadie sale y en las pausas entre estudio y clase, hay una mesa de pingpong para 300. El tedio muerde y el volver a las aulas casi es una liberación.

Por la carretera donde no pasan coches junto al campo de los grandes, algunas veces baja una lavandera portuguesa que ha cumplido 23 años dejándose mirar. Entre su primer paso y su desaparición en la primera bocacalle del pueblo cercano, en ese mismo instante quieto, la vida se ha detenido. Luego el sueño se esfuma. La lavandera portuguesa es muy bella, tiene las rodillas quizás un poco góticas pero ninguno repara en esto. Cuando las fiestas el pueblo, el joven carpintero subió a pedirle prestada una cámara de fotos a un cura muy generoso que luego cayó en las garras del PCE. Para llevarla colgada del cuello, junto a la corbata. A un grupo de muchachos les dijo entonces que había salido una tarde con la lavandera portuguesa y no merecía la pena. Ellos, asombrados, preguntaron por qué y el carpintero, ya con la cámara de fotos, respondió: porque es muy sosa. Los muchachos sospechan que el joven carpintero miente y se acuerdan de las uvas verdes.

(Fundido en negro)

Es la hora de estudio cuando el niño oye que una sombra se acerca él y le susurra: tienes visita. Quien se acerca es el mayordomo, un cura que no sabe enseñar ni decir misa, pero se encarga de abrir la puerta principal que casi nunca se usa, y de comprar la comida, cobrar los recibos, contratar a las muchachas de la limpieza. Él es consciente de que alguna de ellas, al entrar a limpiar el cuarto de un profesor se queda allí más de la cuenta. Pero su discreción nace y muere en él. La primera vez, cuando todo empezó, habló para decir: tranquilos, yo también soy de familia humilde. Las familias humildes no se juegan el pan por nada. Y el mayordomo, como todos los mayordomos, carece de emociones.

(Fundido en negro)

La sala de visitas está a la derecha de la entrada principal. En realidad es sólo un cuarto grande con ganchos donde colgar los fardeles que los muchachos dejan allí para que los recojan las lavanderas. Cada fardel lleva el nombre de un muchacho. A veces alguno de los grandes mete en su fardel una carta para una novia que tiene en el pueblo, su lavandera la echará en el buzón sin que los profesores, que abren las cartas que salen y entran y las leen, se enteren de esta argucia. La novia del pueblo le contesta luego al muchacho a la dirección de la lavandera que hace lo mismo con la carta: la mete en le fardel con la ropa limpia y así el muchacho bebe su amor a solas. La sala de visitas tiene en la pared un teléfono negro. Es el único teléfono que hay en todo el edificio. No sirve de mucho porque nadie llama nunca. Es el único teléfono como muerto en toda la comarca de helechos que hablan sus conjunciones en la soledad serrana.

(Fundido en negro)

Cuando el muchacho abre la puerta del cuarto de los fardeles ve a su padre sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, intentando respirar. El muchacho no puede creer que su padre se haya atrevido a un viaje que incluye burro, barco, caminata, tren, y una camioneta que va surcando carreteras míseras y parando en cada pueblo hasta llegar allí. Pero no hasta el cuarto de los fardeles sino hasta el último pueblo desde donde su padre ha subido andando por las cuestas sin caminos. Así que entiende la asfixia de su padre. Se acerca a él, le besa, le pregunta a qué ha venido. El padre responde que espere un poco a que los pulmones malheridos le dejen levantarse. Al cabo de un rato, se pone en pie y le dice que quiere hablar con los señores, pero que antes busque algo para limpiarle las botas de tanto polvo porque quiere estar decente cuando vea a los señores. El muchacho sube corriendo hasta el alto dormitorio, coge del armario su gamuza para limpiar los zapatos, y vuelve. Le limpia las botas a su padre, le dice que espere allí, que va a preguntar. Al cabo de un rato, abre la puerta del cuarto de los fardeles y le dice a su padre que los señores no quieren ver a nadie. El muchacho se acuerda de que cuando van los coroneles o los músicos de violín, los señores los reciben, los invitan a comer con ellos, los felicitan. Así que no entiende por qué su padre no puede pasar del cuarto de los fardeles. Pero no se lo dice. Le miente dulcemente y el padre abre la puerta de salida y se va, ladera abajo, después de besar al hijo.

(Fundido en negro)

La sobrina del cura del pueblo ha salido preñada de otro cura. Se trata de un profesor de latín que sentía fascinación por la pureza e incitaba a los muchachos a ella. Sed puros y os odiarán, decía. Pero sed puros por encima de todo y de todas. La sobrina del cura del pueblo es extremadamente hermosa, como una pregunta sin respuesta que toma posesión de ti mismo y no se va nunca. Pero está preñada de un cura y hay que hacer algo. El cura del pueblo se va y se hace capellán de los toreros en la ciudad. El cura que va a ser padre se va también para hacerse médico, dejando un mensaje a los muchachos. Ya veis, me han cargado a mí con el mochuelo, se excusa. Muchos años después, el cura que preñó a la sobrina de otro cura, se murió de la vida. La sobrina del cura del pueblo se queda. No tiene dónde ir. Quizás su hijo nacerá con el puño levantado, o será niña con una lámpara de vergüenza en las manos. Nadie sabe.

(Fundido en negro)

En la nueva casa grande está toda la familia cenando en la mesa, junto al ventanal. Están padre, madre, y los cuatro hermanos. Sólo la hermana grande está casada. Y es la hermana grande quien en un momento de la cena comenta que tiene que comprarse una chaqueta nueva. En la armonía amorosa de la familia, se oye la voz de padre que contesta: cómpratela oscura por si te hace falta pronto. Es su manera de empezar a decir adiós, tan escaso de átomos de oxígeno se siente ya. Los padres y los cuatro hermanos tienen asumido que aquel hombre alegre un día como un jazminero, hermoso como la historia de un castillo, va camino de las profundidades.

(Fundido en negro)

Se acerca Navidad y hace frío. El muchacho ha sido obligado a salir al patio y a caminar dando vueltas. Dar vueltas a un rectángulo gris no es fácil. Pero el muchacho se mete las manos en los bolsillos para no pasar tanto frío y camina. Arriba, en las clases, sus compañeros se están examinando del primer trimestre del curso. A él no le han dejado porque la beca esta vez no llegó a tiempo. Y como no saben qué hacer con el muchacho, le mandan salir al patio. Cuando terminan sus compañeros de examinarse, se preguntan unos a otros por qué él no se ha examinado. Uno de ellos lo sabe: porque no ha pagado. Y se corre la voz.

(Fundido en negro)

Ha llegado la hora de marcharse, después de pasar en la casa familiar las vacaciones del mes de julio, el cursillo de verano de agosto en la sierra de los robles, castaños y helechos, volver para recoger la maleta y emprender el viaje para un nuevo curso. Arriba, hace tiempo que el padre no puede salir de su dormitorio, una tiniebla de asfixia donde siempre es invierno. Las calles han dejado de existir para el padre. Sólo una vez pudo levantarse para ver por la ventana la blancura de la vida. Vio a su cuñada en el corral de al lado, la llamó, la saludó con la mano, y hasta sonrió. Después volvió a postrarse. Cuando el muchacho sube a despedirse, se acerca para abrazarse a él. No se pronuncian pero los dos saben que es la última vez. Y justo en ese último tiempo, el padre enciende aún más la fragua del amor. No me abraces, bésame en la frente sólo, que huelo mal. Eso dice el padre. Y empieza el mudo vuelo hacia la nada.

(Fundido en negro)

Sesenta y cuatro años después el muchacho sigue preguntándose por qué se quedó parado, por qué no salió por la puerta principal de la mano de su padre, bajó la pendiente de tierra hasta el pueblo, subieron juntos a la camioneta y volvieron a casa. Por qué dejó que el padre se marchase solo.



Valentín Martín

Estudió Magisterio y Humanidades en Salamanca y Periodismo en Madrid. Ejerció la enseñanza dos años y el resto vivió de escribir. Ha escrito 25 libros. El número 26  es un poemario  llamado Santa Inés para volver (Versos de la memoria), que recoge la historia de sensibilidades de su pueblo. Periodista, escritor y poeta, ha publicado en la última década libros de  relatos  como La vida recobrada o Avispas y cromosomas; el ensayo Los motivos de Ultraversal y los poemarios Para olvidar los olvidos, Poemario inútil, Los desvanes favoritos, Memoria del hermano amor, Estoy robando aire al viento, Suicidios para Andrea y Mixtura de Andrea. A caballo entre los años 60 y 70, escribió dos poemarios y dos ensayos: Veinte poetas palestinos y El periodismo de Azorín durante la Segunda República, inicio de un largo trabajo dedicado a la literatura. En Ed. Lastura ha publicado en diciembre de 2017 el libro de crónicas y relatos Vermut y leche de teta, en septiembre de 2018 el poemario Paliques en paloma, en 2020 El gen inviolable y su último título de relatos De Madrid al Limbo (2021).

Publicar un comentario

0 Comentarios