BEATRIZ LA DE JULIANA Y MARIAN, por Valentín Martín

BEATRIZ LA DE JULIANA Y MARIAN

¿Y tú de quien eres? preguntaban los exilados al regresar al pueblo después del genocidio que siguió a la derrota. Y tú decías los motes de padre y madre para que los exiliados orientasen sus sandalias sentimentales hacia una genealogía tan llena de nostalgia como de perplejidad. Coño, tan chico y eres hijo en vez de nieto, no preguntaban sino se decían así mismos tratando de volver a situarse en aquel intríngulis de lejana cercanía que eras tú frente a padre y madre, aunque los abuelos no dejaron de contar. Es que nací muy tarde, dicen padre y madre que me escapé, que ya se había pasado la hora de nacer.

No pasa lo mismo con este poemario que tengo vigilado con los párpados del hambre, como sucede con la primera novia, el primer viaje a solas, el primer curso de la uni de una nieta, quizás el primer beso, la primera vez de todas las cosas. Yo sé que Beatriz Pérez Sánchez tiene buena salud literaria porque es de Juliana Mediavilla, la filóloga que destruye distancias con los misiles de la literatura, la madre de Ricardo, la que no presume que sabe sino que sabe. Y también es de Marian Raméntol, que es varias tormentas de expresiones artísticas, pero a quien la literatura le hace expandirse más allá de sí misma siempre, en un boca a boca con otras gentes y otros universos que delatan su apostolado sin segregaciones.


Lo primero que hay que agradecerle a Beatriz Pérez Sánchez a la hora de su primer poemario es que se haya salvado de la abundante tentación de escribirse en vez de escribir, y que lo que hay de ella en los poemas parece llegado de fuera, como una influencia de una dibujante, una retratista, una pedagoga que se mira, se estudia y se dice con un comunal lenguaje lejos del misticismo laico que al final siempre es una trampa que aleja más que acerca. 

Por eso la natural consecuencia ante Beatriz Pérez Sánchez es que no abdica de sí misma para quedarse en un mundo de emociones, sino que se adentra más fuera y provoca reflexiones. 

Yo soy polígamo, amo la poliandria, y no se me pueden pedir exclusiones porque eso es como renunciar a tantas cosas donde bebemos a diario nuestra hermandad con la esperanza. Pero si tuviera que quedarme en la monotonía de una monogamia y dejar en la cuneta todo lo demás, me quedaría con sus poemas cortos. No hay en ellos una sola coartada, como cuando los surcos de la emigración del campo a la ciudad obligaban a las familias a compartir piso con derecho a cocina, perdiendo intimidad e independencia.

 En la fecunda brevedad de las entregas poéticas de Beatriz Pérez Sánchez está el aviso, el telegrama, la punta del iceberg de su independencia. De su intimidad ni hablo, porque un territorio tan sagrado siempre sobra en un poema, y sólo es un recurso llenito de pobreza.

A lo mejor desbarro si, atento lector, parece tremendismo decir que en el primer poemario de Beatriz Pérez Sánchez hay tanta filosofía como sentimiento. 

Dicho así, con una rotunda elementalidad, puede parecer que jibarizo una ambición literaria, que minimizo el mundo emocional de donde nació el libro. Y sin embargo la intención es justamente la contraria: proclamar la transversalidad de un libro que sirve para todos porque todos lo escribiríamos al vernos en él.
Evidentemente hay en el libro árboles y trenes insustituibles. Y alguna tarde que se despertó áspera, pero con una seducción imposible de erradicar de la memoria. Y hay también algunos enigmas que este lector tozudo pero imberbe no acierta a descuartizar. Me refiero a la identificación del ritmo, la cadencia, el fantasma de la prosa poética cuyas lindes a veces se organizan o se desorganizan para sustraernos la serenidad de las lagunas, o la difícil identificación de las besanas.

Para un anarquista sentimental como el que firma, esto no tiene importancia. Porque lo que cuenta es andar explorando hacia adelante sin sonambulismos. Un purista, acostumbrado a hermetismos doctrinarios, haría algún reproche. 

Está muy claro que la asonancia/rima de la página 36, por ejemplo, es una imprescindible provocación: ahí está el poema. Sin embargo algunas asonancias turcas parecen fruto de una falta de reposo. No pasa nada, una cosa son las víboras y otra muy distinta los grillos, aunque yo, que sé que nunca África tuvo la llave de la primavera, las hubiera evitado. Más que nada porque hay quien se queda solamente en los lunares.

Si auscultamos adobe a adobe el lenguaje y desembocamos en el vocabulario, veremos que este es aguerrido, vertical, crónico,  múltiple, tertuliano, personal y sensible. Como si la escritora, al salir a escribir, entrase en una geografía interior donde vive varias vidas, quizás una en cada poema. O una sola vida que se va enseñando, como los cronistas oficiales de una ciudad (también vale un barrio) van construyendo parte de su historia a medida que van dejando huella de los sucesos o de las ocurrencias.

Esto es imprescindible para adecentar la lectura, erradicando la monotonía no sólo temática sino formal: cada toro tiene su lidia y el torero que no entienda eso debe dedicarse a otras cosas más llevaderas, como dar clases de corte y confección por correspondencia o curar catarros. Por ejemplo.

La pasión por escribir no se inventa, y el oficio de escribir va al compás del tiempo y los acontecimientos. Escribir es hablar consigo mismo y con los demás, conjugarse en una conversación simultánea, propagar la noticia de que existes, te pasan cosas que no te sobran sino que quieres compartir como los barcos se reparten cachitos de mares, abrir las puertas del corral donde los gallos de la madrugada esperan el alba y los prados, ser más locuaz y más loco que los demás y que estos te acepten porque al leerte, crecen.

En Beatriz Pérez Sánchez se dan estas condiciones, parece que su primer libro tiene tempero para los siguientes. Porque alerta y no aburre.

En todo el libro aletea suavemente una salsa de simbolismo que en ocasiones se convierte en surrealismo. Por este camino caminaron todos los poetas importantes, alguno encontró ahí la cima, pero ninguno se quedó.
Porque el poeta que escribe el mismo poema o se viste con el mismo vestido, aunque se endomingue, tiene muy cerca el final de sí mismo. Y lo peor de todo: que la agonía no llega por decisión propia, como la de Sánchez Ferlosio, o porque el pozo se seca con un solo sorbo aunque sea de cava, como Carmen Laforet, sino por aburrimiento. 

Hay poetas que empiezan y acaban en un solo poema, aunque lo escriban cientos de veces. Entonces ya no hablamos de otra cosa que de hastío o pereza de un lector al que le gustan los menús de varios platos, como en las bodas de mi pueblo.

Un poeta es un vicioso de la evolución, a veces a su pesar, pasa de la promiscuidad al sosiego a solas, y cuando acaba su vida, acaba su obra. A veces sucede un leve milagro en el que una poeta recién llegada se multiplica en un único instante, el del libro, como si fuera una antología de varias ansias, de casi todos los sueños. Y entonces un purista diría que al libro le falta una médula unigénita que le identifique, o que se ausentó algunas veces la técnica.
Esto no vale más que la certeza de que el libro es un punto de partida, cuajadito de ganas y no seco de nobles ambiciones. A partir de él,     la lengua literaria que no entiende de silencios o si no el libro no sirvió para mucho.
A mí me parece que este primer poemario de Beatriz Pérez Sánchez es una buena conexión de aguas mansas y aguas bravas, aunque estas últimas se resguarden bajo la máscara de la serenidad, como la tía Tula escondía sus pasiones.

Un libro no nace para quedarse. Un libro sale al campo para propagarse y crecer. Yo creo que Beatriz Pérez Sánchez está en ello.

Valentín Martín

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