PANDORA (Letraherida)

Pasará el tiempo y alguien dirá: Pandora fue un día Ava Gardner, el animal más hermoso del mundo. Y quizás haya otro que diga: Pandora fue un poemario de Andrea Vega, el animal literario más irrompible del mundo. Y los dos tendrán razón.
Ava Lavinia vino de Smithfielf y se quedó en Madrid los años suficientes para volver loco de amor a un poeta y hacer de Chicote una nostalgia. Andrea Vega vino de La Coruña para lo mismo y hacer de Madrid una ciudad más hembra, su viaje sin salvoconductos tenía un destino que  dejó de ser ambulante: se trataba de encontrarse a sí misma.
Si lo logró o no, si dejó atrás su jovial elipse para ser solitaria sin soledades, no se sabe salvo si uno se deja llevar por el grano a grano tan solar de este poemario.
Es seguro que, como todos, estuvo tiempo merodeándose, que entró en sus arterias literarias por su propio pie y ningún samur samaritano, que se erigió así más poeta de lo que ella misma cree, y que nos ha dejado a los 20 años dos libros.
Este que veis ahora se abre de piernas con una mentira que quiere ser verdad a toda costa. Porque somos lo que somos en la pupila de quien nos mira, pero también pecadores de no saber medirnos, de ignorar qué y quién nos habita con nuestro nombre dentro de nuestras sandalias, y sobre todo cuánto espacio de hombre o mujer ocupamos. Así que ese primer poema, tan sangriento sin sangre, a mí me parece más que una advertencia un pasaporte falso hacia un paraíso fiscal que no existe.
A partir de ahí, viene la indagación de unos alrededores donde penetra una voz poética tan madura como un estío que sueña por sí solo, tras la emigración de los pájaros dubitativos que empezaron a estar como si una archivieja infancia no se hubiera ido del todo.
Hay en el libro un disparo entre las cejas escrito con letra escarlata: hay quien ama así, a tiro limpio. Mejor eso que dejarse llevar por la costumbre o ausentarse del hombre con la indiferencia con que uno puede ausentarse de dios, de cualquier dios que te malviva.
En este viaje de fuera hacia adentro que ha emprendido Andrea Vega, quizás más desnuda que nunca, hay una expresión absolutamente existencialista donde la peregrina lucidez se abre paso entre los árboles de una alameda sin patria para conjugarse en plural y destapar uno de los misterios: ya sabemos, ya tenemos a través de un poema, alguna aproximación a quién somos.
A la hermosa hermosura de los cerezos, a esa ráfaga de solicitada ternura que algunos esperamos toda una vida, llega un obús de infinita crueldad que parece que entra sin llamar a la puerta: forma parte del paisaje. Porque el libro es un escaneo de la montaña rusa que no es el alma extraña de una muchacha sino la mayor distancia posible entre ella y la melancolía.
¿Quién no confunde a Dios con las ausencias? A quien más le pasó fue a Unamuno, tan lleno de contradicciones. En el libro hay un poema que empieza siendo una postal, pasa por ser un reclamo al sentido de la vida,  y acaba con un verso que explica todo en ese “cuando tú no estás” que es la médula espinal que ha movido  las multitudes del mundo a lo largo de la historia.
Casi todo el poemario tiene un interlocutor que coincide con un destinatario. Y es que aún está vivo Pepe el Romano para derribar la existencia de todas las Bernardas Albas que ya no existen. Y de vez en cuando la poeta se mira. Se mira, se ve, y nos dice qué ve en ella, tal vez criatura del deshielo detrás de sus muros. Es como si volviera al principio, como si  nunca, a pesar de la ola expansiva en la que caben la ciudad y él, ella no se hubiera ido del todo de sí misma.
Caminando por el poemario se encuentran decepciones y súplicas. Y es que la locura de amor no es un invento de Cifesa, y sin llegar a esa explicitud, es inevitable que algún amago de otoño nos cubra el rostro aunque no lleguemos a preguntarnos si no amaneciera.
Embarcase en un libro donde viven los poemas es confirmar una vez más que la vida gira y tiene mil caras. Es mejor andar sin un pensamiento único y erudito que quedarse quieto. Entonces uno no sabe si estamos ante un poemario de amor o ante una acumulación de sentidos que va mucho más allá. Qué más da. Probablemente la riqueza del libro está en el mestizaje, en abrir muchas puertas y no cerrar ninguna, en dejar al lector que vaya trasegando todas las confirmaciones y todas las preguntas.
Yo creo que ha nacido un libro muy rico.
En él cabe el amor, el fantasma del desamor, la fe en cada confirmación, el costumbrismo, el descreimiento, el miedo.
Y todo eso a bordo de  un lenguaje que es una de las grandes conquistas de Andrea Vega, un lenguaje que despierta a una aventura literaria donde la joven poeta, de modo natural, consigue el milagro de escribir lo que aún no estaba  escrito.
Me refiero, sobre todo, a las formas líricas, donde no hay ni asomo de amaneramiento ni claudicación a las admiraciones, tentación tan abundante de la que se salva por el talento. La eternidad de los temas es siempre indisoluble, y nadie puede espigar hasta el punto de ignorar las espigas que ya estaban en el huerto de Juan Ramón Jiménez y siguen estando después de tantos años desde que él se fue.
La vida no se negocia, se cuenta hombre a hombre, mujer a mujer, poeta a poeta.
Quiera o no quiera, Andrea Vega es ella misma.


Valentín Martín

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