Narrativa
DESVELOS se compone
de ocho relatos
Autora de la colección: Teresa Iturriaga
Osa
Ilustradora: Sira Ascanio
Ocho mujeres que fueron
acogidas en los recursos para mujeres víctimas de violencia de género de la Red
Insular del Cabildo de Gran Canaria han participado en un libro relatando su
historia personal desde su nuevo hogar, con sus sensaciones de libertad,
estabilidad y esperanza. Se destaca en todas ellas la idea del renacer, porque
desde un centro de acogida, la vida comienza todos los días de otra manera. El
criterio de selección de las protagonistas de las historias se basa el concepto
de complejidad que caracteriza nuestra época en cuanto a edad, país de
procedencia, estado civil, profesión, etc., con el fin de que el abanico de
experiencias sea muy diverso y pueda servir de referencia a todas aquellas
mujeres que tengan acceso a la publicación. La difusión de la obra aspira a ser
lo más amplia posible con el objetivo de sensibilizar a todos los sectores de la
ciudadanía en la importancia y el reconocimiento de las políticas de igualdad y
de la protección del derecho de las víctimas a recibir una atención integral,
logrando de este modo una proyección de sus vidas hacia un futuro provechoso y
satisfactorio.
La obra se presenta al público como contenido de una
propuesta de sensibilización en materia de prevención, educación y asistencia
para las víctimas de la violencia machista. Es urgente introducir nuevos modelos
que ayuden a destruir los estereotipos discriminatorios y potenciar el valor de
la diferencia, del respeto y de la comunicación a escala global.
En
definitiva, el objetivo del libro es impulsar programas y materiales textuales
de interés general, para que la sociedad tome conciencia de este grave problema
ético que nos afecta como individuos sin distinción de género, ya que la
erradicación de la violencia es la base de la convivencia pacífica en la
construcción de una sociedad justa y avanzada.
A
continuación:
RELATO
Una mujer diez
Siempre
recordaré sus palabras de acogida, en su humilde atalaya, donde me sirvió el
café y las rosquillas más deliciosas del mundo. Nancy me estaba esperando en la
calle, haciéndome señales con la mano, para que supiera llegar hasta su casa en
lo alto de la cuesta. Dejé el coche en la placita donde me había indicado por
teléfono y tuve que subir a pie aquel calvario para mí, que soy una fumadora
empedernida. Casi me asfixio, pero llegué riéndome y ella me abrazó como si me
conociera de toda la vida. Había un destello de niña en sus ojos de mujer
madura, pero no supe acertar su edad, la situé entre los cuarenta y los
cincuenta años, aunque al rato me confesó que se acercaba a los sesenta. Una
suerte de piel la de las mujeres orientales, pensé mientras le escudriñaba el
rostro de cera, sin maquillaje y sin atisbos de arrugas.
Después del
café, me pidió por favor que pasáramos a su habitación como si entrara en un
recinto sagrado para limpiar su aura. Allí, me senté sobre la cama y ella
comenzó a contarme su vida con pelos y señales.
-Las cosas pasan por el
bien de uno. Yo sé que Dios está conmigo porque siempre he deseado que alguien
escribiera la historia de mi vida y eso se está cumpliendo ahora que tú estás
aquí.
Sin embargo, aquella sabia mujer me explicó que para llegar a la
alegría, primero hay que pasar por la tristeza. Por eso, tenía que empezar desde
el principio.
-Me alegro de que alguien escriba sobre mi vida, porque
cada vez que la recuerdo, tiemblo. Pero, a pesar de los pesares, quiero que mis
desgracias sirvan de ejemplo a otras mujeres para demostrarles que se puede
salir del agujero, aunque te van a dar escalofríos cuando me
escuches.
Nancy nació en un barrio humilde de su país, Filipinas, y allí
le enseñaron, desde bien pequeña, que el hombre era el que mandaba. Siempre. Su
padre era así. Todo tenía que estar limpio y reluciente para cuando él llegara.
Pasaron los años y conoció a su madrina. Una mujer calculadora que la alejó de
su madre por quien Nancy sentía un gran amor y respeto. De nada le sirvió. Su
padre y la señora madrina organizaron su porvenir sin contar con ella, así que
decidieron trasladarla a un pueblo con el pretexto de mejorar su vida.
-Era su disculpa para apropiarse de mí.
Nancy se fue a vivir
junto a su madrina con todo el dolor de su corazón, pero sin la opción de
rebelarse como mujer, algo inconcebible para la mentalidad de su cultura,
machista hasta la médula. Pasaron los años y se fue haciendo una mujercita a la
que mangoneaba la madrina a su antojo. Un día, en una demostración de productos
de cocina en Manila, conoció a un hombre con el que empezó a salir. Tenía ya
veintiún años y a alguien le pareció que ya era hora de casarla, de manera que
empezó a circular el rumor de que estaba embarazada y que había que formalizar
urgentemente aquella relación. El caso es que se casó y, al tiempo, tuvo una
niña a la que le pusieron el nombre de Marian. Pero, al mes de nacer, su marido
las abandonó, huyendo de su responsabilidad. Ella se sintió desesperada y
recurrió a la madrina para buscar una solución y poder alimentar al bebé. Así
comenzó su periplo hacia España, como tantas y tantas mujeres filipinas que
vinieron a servir a las casas de la burguesía. En realidad, su madrina la echó
sin miramientos porque quería quedarse con la niña para hacerla a su imagen y
semejanza.
Cuando llegó a Lanzarote, Nancy aterrizó en una casa de gente
rica donde pensaron que por el hecho de ser filipina, podían explotarla como a
una bestia de carga. Trabajaba en condiciones infrahumanas, parecidas a las de
los esclavos de las antiguas colonias, desde las siete de la mañana hasta las
doce de la noche, sin descanso y sin contrato laboral. Vivía presa y sin
comunicarse con el exterior. Como no podía aprender la lengua española bajo el
régimen carcelario al que le sometían los dueños, hablaba muy mal y todos se
reían de ella. Era su mona de feria, hasta que un día, de la mano del azar,
conoció a una amable señora que fue su salvación. Ella, en un diálogo de gestos
y palabras extrañas, pudo explicarle a modo de telegrama la situación en la que
se encontraba, y así empezaron a cambiar las cosas. Le consiguió papeles y,
después de salvar muchos obstáculos, la sacó de allí bajo las amenazas de los
señores de la casa, que ejercían su poder por las influencias propias del
caciquismo local.
Cuando Nancy llegó a Las Palmas, entró a trabajar en la
casa de unos señores que la trataron muy bien, como Dios manda, decía ella. Y
sucedió lo que suele suceder en muchos casos, que la buena suerte viene
acompañada de desgracias. Se enamoró perdidamente de un apuesto cubano que
trabajaba en la casa en reparaciones y tareas de mantenimiento. Le entró en el
alma y en el cuerpo una pasión loca por él que terminó en boda y embarazo. A los
pocos meses de casarse, le nació otra niña, Mimi, como un beso de cariño en su
vida. Él bebía cada vez más, y en poco tiempo se dio cuenta de que era un
borracho celoso y posesivo, que controlaba todos sus movimientos y no hacía más
que ponerle pegas a todo lo que ella le proponía. En esa deriva, empezó a
maltratarla, pagando con ella su mal humor. Dejó de trabajar, metido en casa,
una copa tras otra, mientras ella lo mantenía. Pero ese abuso silenciado por
Nancy tenía un gran riesgo: ¿Y si algún día la tomaba con la niña? Hasta que
ocurrió. Aquella tarde, el hombre llegó a casa borracho como una cuba y le lanzó
un pesado magnetofón que casi pilla a su hijita. Aún gateaba. Nancy entró en
pánico, empezó a pelear con él y abrió la puerta del infierno donde se
sumergiría durante meses a punto de perder la cordura. Entre golpes y
desprecios, Nancy sobrevivía al régimen de terror de un alcohólico sin control.
No soportaba que él la agarrara del cuello con aquella zarpa que parecía de
hierro, su mano era como una tenaza a punto de estrangularla. Ya no podía más,
estaba al límite, medio trastornada, y pidió ayuda. Se fue a la Casa de Acogida
cuando la niña tenía tres años. Aun así, ella seguía enganchada a él
emocionalmente, como una droga necesaria en el fluir de su sangre.
-Yo
era débil y volví con él, sobre todo, por la niña, que preguntaba constantemente
por su papá.
Mimi siempre fue una niña buena, guapita y simpática, un
verdadero ángel que hacía honor a su nombre. Con ella, la vida era de otro
color. Algo cambió. Quizá se debió a la enfermedad que al hombre le produjo la
bebida, a sus continuos temblores y a debilidad física, el caso es que la
medicación trabajó a favor de Nancy. Aquel tiempo lo recordaba como un remanso
de paz comparado con la etapa anterior.
Dejó la bebida y consiguió
trabajo, pero tuvo un accidente. A raíz de aquello, varios miembros de su
familia vinieron a visitarlo desde Cuba y la casa se le llenó de gente. Nancy
los mantenía a todos a fuerza de trabajar sin descanso. Su vida era un calvario.
Y en medio de ese caos, recibió la llamada de su hija Marian desde Filipinas,
que reclamaba su ayuda porque se había quedado sola tras la muerte de su
madrina. Arregló sus papeles y viajó a Las Palmas desde Manila. Nancy no podía
imaginarse que su reencuentro con su hija, la pequeña que tuvo que abandonar con
dolor, tan lejos de sus brazos, durante tantos años, iba a trazar los caminos de
su destino.
Llegó su hija, flamante, con sus veintitrés años de inocente
belleza a cuestas y sucedió lo que tenía que suceder… Que el cubano vio la
oportunidad de seducirla y se la llevó al huerto. Y la dejó preñada. Así de
claro. Sin embargo, durante meses, Nancy vivió ajena a la relación clandestina
de su marido con su hijastra. Se pasaba el día fuera de casa trabajando y al
regresar a casa, apenas tenía tiempo de hablar con su hija que, día a día, la
evitaba y se hacía más reservada. Por un lado, su relación era distante, ya que
no habían tenido la experiencia de conocerse como madre e hija en las
circunstancias en las que se encontraban. Una en Canarias y la otra en Manila.
Tampoco la madrina había ayudado a crear una imagen idílica de Nancy, sino todo
lo contrario, pues había engañado a Marian en su propio beneficio al decirle que
su madre la había abandonado por su comodidad. Era una forma de ganarse el
cariño y la obediencia de la niña cuando ésta preguntaba por su madre en la
lejanía.
Una noche, después de la cena, Marian se levantó muy nerviosa
de la mesa y le dijo a su madre que se marchaba a Manila. Nancy reaccionó con
ira, ya que entendía que se trataba de un capricho de la chica, que se aburría
en casa sin hacer nada en todo el día. Ella no podía permitírselo, aún no había
terminado de pagar los papeles para traerla a España y ahora, de la noche a la
mañana, se largaba sin ninguna razón de peso. Lo que no podía imaginarse es que
su hija estaba desesperada queriendo ocultar su vientre de ocho meses. La verdad
es que había engordado, pero Nancy pensó que se debía a la buena alimentación y
a las interminables horas de sofá frente al televisor. Y se marchó. Pero a los
pocos días, Nancy recibió una llamada telefónica de su hermana desde Manila, en
la que le comunicaba que su hija estaba a punto de dar a luz. Ella no salía de
su asombro y un escalofrío le recorrió el alma cuando miró fijamente a su marido
y le preguntó:
-¿Ese niño es tuyo? ¡Dime la verdad!
Por supuesto,
él lo negó todo, pero Nancy estaba segura de que era el padre de la criatura.
Entonces, empezó a darse cuenta de los detalles de su convivencia con Marian,
pero su enganche emocional no le permitía aceptar la evidencia de la relación
sexual entre su marido y su propia hija.
Por segunda vez, Nancy trajo a su
hija desde Filipinas ante las continuas llamadas de auxilio. No podía alimentar
al bebé porque se encontraba sola en Manila y le era insuficiente el dinero que
Nancy le enviaba para ayudarle a sobrevivir. Pero cuando llegó al aeropuerto con
la niña en brazos, Nancy se dio cuenta de que su nieta estaba mal de salud y la
ingresaron en el Hospital Materno Infantil. Una vez recuperada, las acogió en su
casa y su hija volvió a engañarla. Ellos eran cómplices. Dos mujeres bajo el
mismo techo vivieron encerradas por un carcelero que llegaba borracho de noche.
El verdugo se guardaba la llave y trancaba la casa para que nadie pudiera
escaparse.
Mi hija lo pasó peor que yo. Estaba enamorada de él y se quedó
otra vez embarazada. Cuando una se ciega, no hay nada que le abra los
ojos.
Nancy se apartó de ellos, no quería saber nada de él. Su hija era
su esposa. Volvió a parir y, entonces, la venda que le cubría los ojos se le
cayó al suelo. Era más que evidente. Y en medio de aquel caos, Mimi, su hija de
quince años, observaba y sufría impotente el dolor de su madre. A él no le
importaba tener un harén, aunque nunca le confirmó a Nancy que él fuera el
padre.
-Te equivocaste al traer a tu hija –fueron sus únicas
palabras.
Empezaron los juicios por abandono de hogar. La vida se hizo
insoportable hasta que él se marchó con la sentencia bajo el brazo. Durante
meses, Nancy temía por ella y también por la vida de las niñas. Aterrada por las
represalias de los trámites de su separación, guardaba los cuchillos bajo llave
por si aparecía borracho y violento como siempre. La situación se hizo
insostenible y pidió a los Servicios Sociales que se hicieran cargo de su hija y
de sus nietas. Estuvieron seis meses viviendo en una casa de acogida. Sin
embargo, ellos se veían como amantes a escondidas y, si no hubiera sido por las
niñas, la habrían expulsado del centro.
Mimi cogió el buen camino en vez
de desquiciarse con aquellos disparates y estudió una carrera como una alumna
brillante y decidida. Maduró rápido.
Ellos volvieron a liarse. Me
destrozaron la vida, lo sé, pero no puedes imaginarte la mezcla de dolor y de
alegría que tuvo mi corazón cuando una tarde mi cuñado me trajo a las niñas.
¡Mis nietas! ¡Cuánto las echaba de menos!
Nancy me confesó que tardó
mucho tiempo en disolverse el odio que le tenía a su hija por la amargura de
vida que había tenido que soportar por su culpa. Se preguntaba por los
sentimientos de su corazón, emociones enfrentadas que, por un lado, le hacían
ver en su hija un verdugo y, otras veces, una víctima de las circunstancias.
Mientras tanto -paradojas de la vida-, Nancy recogía a las niñas del colegio a
la vista de él. Muchas fueron las conversaciones con su hija Marian hasta que
por fin decidió separarse de aquel hombre mezquino. Dejó a un hombre y se arrimó
a otro. Era inevitable. Y por tercera vez se quedó embarazada.
Yo no sé
qué educación le dio su madrina, pero mi hija no parecía estar en su sano
juicio. ¿Dónde quedaba su vergüenza? ¿Ese era el ejemplo que les daba sus hijas?
Una pobre mujer…
Al tiempo, su maltratador murió solo y sin cariño de
nadie. Su enfermedad se lo llevó por delante. Nancy, a pesar del resentimiento
que le tenía, pagó sus funerales y lo enterró como a un ser humano. Y lloró por
él. Fue una forma de reconciliarse con su destino. Desde entonces, la vida
cambió de rumbo y se centró en la felicidad de sus hijas y nietas. Quería que
Mimi lograra sus objetivos profesionales y encontrara un hombre que la quisiera
con delicadeza y respeto. Y así fue. Su hija terminó sus estudios de la
Universidad con calificaciones excelentes y ya preparaba su boda con un chico
que a Nancy le parecía adorable. Y ese era su sueño: vivir en una casa con un
jardín lleno de flores donde pudiera jugar con sus nietos, invitar a su familia
y a sus amigos, a todas las personas que tanto la habían ayudado por el camino
de las lágrimas, cuando ella se creía muerta en vida.
Hoy me siento
orgullosa de mí. Y sueño con un mundo donde los derechos de las niñas y mujeres
se respeten. Hay que proteger a esas criaturas que sufren en silencio el abuso
para que nunca pasen lo que yo he vivido.
Realmente, tenía ante mis ojos
a una mujer diez. Nancy había recuperado su sonrisa.
Teresa Iturriaga Osa.
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